Qué necedad la de esta bruma de permanecer aquí por tantos
años.
Qué neurálgico espectáculo al verla dispersarse.
Qué necia desazón la del instante perdido. La de la
posibilidad fugitiva. De la frase nunca dicha. Del beso nunca dado.
Qué estúpida fijación la de cavar bajo la tierra. La de
esperar en la oscuridad. La de aguardar tras las cortinas.
Qué mayúscula imbecilidad la de escuchar opiniones de
terceros.
Qué tontería la del insomnio vano. La de la espera infructuosa.
De la imaginación alebrestada. Letras desperdiciadas.
Qué experiencia ésta de mirarse otra vez al espejo. Y qué risa encontrar a la vieja
persona, y verla con nueva mirada.
Y esto de entender que los momentos se detienen solo por un
instante…. Sí… Vienen con rictus interrogante. En centésimas de segundo se dan
la vuelta. Se escabullen como lo hace el murmullo.
Y la gente anda por ahí queriendo recuperar lo que ya se ha
ido. Y anda desesperada comprando redes, y sale a atrapar lo que hace mucho se
ha diluido. Y me da risa encontrar a esa gente y encontrarme. Y verlas y verme.
Y me llevo las palmas a la frente y sonrío, mientras lamento
el doble esfuerzo de este pobre hipotálamo.
Y después de todo, y a pesar de todo, miro a mi costado y te
encuentro nuevamente.
Y finalmente entiendo que no hay lugar como el círculo de
tus brazos.
Después de todo, ahí está nuevamente tu pecho, franco, y
junto a mi espalda, enseñándome a robarle colores a la oscuridad.
No importa cuántas veces te aleje. Regresas una y otra vez
para pronunciar dos palabras.
Y esas dos palabras nunca son a cuenta gotas. Te brotan de
los labios con la ferocidad del ansia.
Es menester entonces abrir las ventanas. Para que se escape
la bruma. Para que salgan volando palomas, lepidópteros de todo tipo, auroras
boreales, mariposas…. incluso sábanas.
Para que te quedes tú. Solo tú.
Así… justo como ahora.