Abre los ojos. Te quiero contar como fue todo. La infancia, ese periodo profano. El que me marcó para siempre. En él me quitaron algo que ya no encuentro.
Fue de los tres a los diez años cuando las monjas me miraban lento. Andaban siempre de azul marino. La camisa blanca abotonada hasta el cuello. Sobre el pecho un cordón, y pendiendo de él, la cruz opaca. El cabello corto, casi a rape, las manos limpias de anillos y pulseras. La boca lista para masticar con mesura y vomitar historias de santos para su contento.
Por las mañanas el rosario, la misa a las seis a eme. A las ocho Educación de la Fé. A las nueve Matemáticas, a las diez Español, a las diez y media recreo, a las once formarse en el patio: rezar tres Aves Marías y un Padre Nuestro.
A las once y diez Ciencias Naturales; y a las doce La Magnífica. "Glorifica mi alma al Señor, y se llena mi espíritu de gozo al contemplar la bondad de Dios mi salvador, porque ha puesto la mirada en esta humilde sierva suya…".
Te quiero contar como fue todo, pero voy a omitir la parte en la que los primeros desnudos que dibujé causaron revuelo. Quiero decírtelo todo, pero no quiero que sepas que la madre superiora me llamó "prostituta de los cuerpos", ni que me encerraron en la sacristía por dos horas, mientras los santos me miraban implacables con sus rostros escarapelados y sus ojos muertos.
¿Alguna vez has visto a San Martín de Porres, sin mano ni mejilla izquierda? ¿O a San Judas Tadeo, sin dedos ni bastón de hierro? Son santos castigadores, por eso bajaba la mirada para que no se enteraran de lo que había hecho. Me dijeron que había profanado a las mujeres del mundo, enseñando cómo eran sus pechos, dibujando los pezones y el vello púbico de un cuerpo pudendo.
Quiero que lo sepas todo, pero no quiero que veas las cicatrices que me quedaron cuando se abrió el fuego. Si me quito la ropa y te muestro el pecho, tal vez alcances a ver lo que aún se halla escrito en mis senos.
Tengo una marca en la espalda y otra más en la frente. Ellas me escribieron palabras por todo el cuerpo. Quiero decírtelas todas, pero no puedo. Si volteas la palma de mi mano tal vez entiendas porqué después de aquel incidente, no volví a dibujar en seis años y tiré todos los bosquejos.
Si observas con cuidado, encontrarás maldiciones inscritas en mi vientre. Y en mis mejillas podrás leer capítulos enteros. Si me recorres la falda encontrarás el Génesis tatuado en el muslo interno. En mi espalda en cambio, se dibuja el rostro de María siempre virgen. Lágrimas de Cristo corren del omóplato al suelo. Por eso me gusta la media luz, para que no puedas leer todo eso.
Pero que sea media luz por favor, la oscuridad total es un tormento. –Si te portaste mal, nunca mires debajo de tu cama–, me decían. ¿Sabías que por la noche los demonios vuelan pegados al techo? Yo me enteré en primer año… Ya cuando se cansan se acuestan junto a ti. Cara a cara. Por eso debes ser obediente y trenzarte el cabello antes de dormir, porque si no, ellos juegan en la noche a hacerte nudos ciegos.
Te quiero contar que yo aprendí a leer en ese colegio, leí "La vida piadosa de María" uno y dos, y "El manual de Urbanismo". Aprendí a contar enumerando los días de adviento. Aprendí a sumar y restar las horas para salir corriendo.
Aprendí tanto… quisiera contarte todo lo que me enseñaron -Las flores tienen pétalos, tallo, corola, estambres, filamento-, pero ya no lo recuerdo. Ya no sé hacer raíces cuadradas y hace mucho que olvidé nombres y preceptos.
Pero recuerdo de memoria las preguntas del catecismo y sé muy bien a lo que huele una iglesia por dentro. Si hago un esfuerzo, la parafina vuelve a recorrer mi nariz, igual que el olor a incienso. Es un olor noqueante: comienza en las fosas y va subiendo. Después de media hora se siente un dolor punzante en los tabiques nasales que se desliza hasta la frente. Pasa por los ojos, y cuando llega a los pómulos, viene el mareo. Las ganas de vomitar son inminentes, pero hay que seguir rezando porque si no, Dios nos tiene preparado el infierno.
Pero, ¿quieres saber la mayor enseñanza que me dieron?: El odio. Pero no cualquier odio, el genuino, el que no tiene medias tintas, el más fácil, el más sincero: el que le profieres a quien miras al espejo.
Te cuento esto, aunque sin quererlo, porque no tengo más remedio. Necesito una piel distinta, donde pueda escribir de nuevo. Una sin tantas cicatrices, una que no sea un remedo. O tengo necesidad tal vez, de trazar nuevas heridas, de ocultar bajo nuevas marcas las otras que no puede borrar el tiempo.
Creo que finalmente no te he dicho nada, se me ha olvidado para qué hablaba de esto. ¡Bah! Ignóralo y dame un beso. Pero cúbreme con la sábana blanca, que el sol está a punto de entrar y mostrarte las palabras de mi cuerpo.